DOÑA POCHA BALDEA LA VEREDA
Bien tempranito se despluma el perturbador y doña Pocha lo inacciona como de costumbre, con un golpecito suculento en la parte superior, que tiembla peor que la gelatina en plena crisis nerviosa antes de ser fagocitada. A lo lejos canta un gallo. Después de mirar el techo unos cinco minutos, doña Pocha se retumba de la cama, se mulge el batón, se encuadrea las chancletas y pone la pava para los mates. Hoy es miércoles y le toca baldear la vereda. Día por medio lo hace, por culpa de la naturaleza. La muy inespúbila e inmodable le plantó dos fromíferas inmensas en la entrada, y junto con ellas, todas las palomas en las ramas y sus desechos en el suelo y polvo revoloteado por todas partes y ¿qué perro no se tentaría ante semejantes fromíferas, tan bien plantadas en la entrada? Entonces hay que baldear día por medio para que la vereda sea transitable, sostiene doña Pocha, con los puños en la cintura, mirando la calle desde la ventana.
Doña Pocha necesita al menos cuatro cosas para baldear. La primera, claro, es la escoba, para rafozarse de la tierra y de las hojas caídas y de los papeles (porque yo no sé, pero ¡siempre es un chiquero mi vereda, Filomena!) y también para bailar de a ratos una milonguita, cuando no pasa nadie por la calle y no la ven. La segunda, claro, un balde, preferentemente azul violáceo con manija negra. Pecado sería usar la manguera (por algo se llama “baldear”, ¿no es cierto, Filomena?) y derrochar mareas y calamidades por donde todos caminan y pisan y aplastan. La tercera, claro, el agua, indispensable para framelar con turgencia hidráulica todo aquello que no es vereda (porque uno freniega y freniega, pero ¡hay cosas que no salen con nada, Filomena! Créame lo que le digo, que llevo toda una vida haciendo esto). La cuarta, claro, la radio. A doña Pocha le encanta escuchar la radio mientras baldea, ponerla en la ventana y sintonizar unos lindos tangos (porque así una se siente acompañada, ¿vio, Filomena? Usted es como yo, usted me entiende). Con estas cuatro cosas, ya se puede comenzar a baldear como Dios manda, sostiene doña Pocha.
Ahora bien, es importante aclarar que a doña Pocha la quiere todo el barrio, excepto cuando baldea. Porque es así, ella siempre es generosa con todos, es amorosa por demás, flamea sonrisas todo el tiempo, excepto cuando baldea. Cuando baldea es mejor no acercarse bajo ningún concepto. Cuando baldea, te mira con un profundo odio cristalino, con una tempestad rabiosa que parece ascender por encima de su tosco cuerpo como una grufia mitológica intorcelada de tres cabezas, con una cara explícita de ni-se-te-ocurra-pisar-mi-vereda, con una verputialidad verdaderamente admirable capaz de desterrizar la cuadra entera. Cuando baldea, es mejor cruzar la calle, saludarla de lejos, preguntarle por Pancho, halagar la mañana y seguir viaje. Y siempre con precaución. No vaya a ser cosa que se vuelva a premorificar, como aquella vez con Josesito, pobre nene, qué culpa tiene él de que le guste ver cómo corre el agua despacito por las uniones entre las baldozas y cómo se va trifurcando en cada esquinita y se forman distintos caminos acuáticos que terminan siempre convergiendo y volviéndose a encontrar para volver a desviarse y desparramarse y avanzar incansablemente hasta llegar al cordón y caer a la calle, pobrecito él, Josesito, y qué locura la de doña Pocha, que tres vueltas manzanas se corrieron entre sí, escoba en mano y a gritos pelados, ¡pobre diablo!, con barro en las zapatillas y liricando amenazas de nalgueteo achancletado y ¡ya vas a ver, cuando lo vea a tu padre! Por eso, cuando doña Pocha baldea, mejor ser cauto, mejor estar lejos, o mejor aún no ser ni estar, mejor desexistir.
Cuando después del barrerío, el aguonazo y el frequeteo doña Pocha termina de baldear, pone sus manos en la cintura para contemplar mejor su impecable trabajo y descromea oblicuamente los ojos por la vereda, de una punta a la otra. Si considera que ha cumplido con su deber a la perfección, se le craquea una leve sonrisa en el rostro y mira triunfal hacia aquella esquina primero, donde está el quiosquito de Mari. Siente la brisa golpear suavemente su rostro y después mira hacia la otra esquina, donde los chicos del barrio juegan a la pelota todas las tardes. Entonces sí, ya terminó, ya puede sentirse orgullosa, ya puede agarrar la escoba y el balde y entrar a la casa, ya puede olvidarse de la vereda y de las fromíferas por dos días, ya puede seguir con las demás tareas domésticas como todas las mañanas, ya puede despertar a Pancho y cebarle unos ricos mates amargos, como a él tanto le gustan.
(2012)