"Caelum non animum mutant qui trans mare currunt"
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31 de julio de 2010

▪ It's an Art, Not a Disaster



ONE ART


The art of losing isn't hard to master;
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn't hard to master.

Then practice losing farther, losing faster:
places, and names, and where it was you meant
to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother's watch. And look! my last, or
next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn't hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
some realms I owned, two rivers, a continent.
I miss them, but it wasn't a disaster.


—Even losing you (the joking voice, a gesture
I love) I shan't have lied. It's evident
the art of losing's not too hard to master
though it may look like (Write it!) like disaster.


Elizabeth Bishop




Losing you cannot be a disaster.



20 de enero de 2010

▪ Afterthoughts of a Party



Odio los textos ficcionales largos e interminables, pero hoy es un día excepcional en muchos sentidos, así que ¡adelante con las excepciones (y las longitudes)! Pero antes, aclaro: ojo, yo soy muy positivo, casi siempre. Es más, puedo ser asquerosamente positivo y todo color de rosas, ¡todo!, y entonces la paz. Pero hoy no, ahora no. Así que si no querés, no me leas, porque me florece el mal humor como una enredadera en una primavera tormentosa (aunque sé que no me durará mucho) y no me hago responsable de la rabia momentánea que me brota y que no esperaba y que no quería, pero me brota. Además, lo que sigue es materia gris pura (y extensa, engorrosa) y te aseguro que no es agradable leer mis pensamientos llenos de paréntesis cuando hace calor y es (casi, para algunos, los no privilegiados) imposible lograr entenderlos (y es personal, mío, propio). Fluyen tan desordenados e ilógicos que arranco ahora mismo.

No me gusta que vengas a mi cumpleaños con mala onda y como si yo estuviera pintado para terminar yéndote así como llegaste veinte minutos después, porque tenías que estar en el trabajo a las 10 de la noche. Y encima me regalás un reloj. A ver… Sé que no es tu culpa, primo, porque no me conocés, pero… ¡Sorpresa! ¡Un reloj! ¡Justo cuando acabo de matar al mío acá, en la ficción! (Porque todo esto es ficción, no te olvides, ficción en serio, esto también.) Miento, el reloj me lo dio Leo, y me río ahora, como si importara quién hace tal regalo (ya está hecho, ¡ya está!).

Y después tenía que venir él, ya viejito, el padrino de mi hermana (los míos, no tan viejitos, no vinieron, ni nunca más van a venir, ya no pueden, así es la vida), tenía que venir él, ingeniero industrial (“ahí está, poné la bandeja en el centro, en una posición equidistante de todos los comensales”). Y por tercera vez en el verano (y sólo nos vimos tres veces) me preguntaste a qué dedico mi tiempo en las vacaciones (fue lo primero que me preguntaste, en los tres casos, lo primero). Y las tres veces con las mismas palabras y el mismo tono de voz. Porque yo puedo ser muy despelotado para varias cosas, pero con la palabra no, con la palabra no se jode. Y yo grabo lo que escucho y lo que leo y aprecio el lenguaje (y es problema mío). Y yo te di por tercera vez en el verano la misma respuesta (una amplia gama de actividades de mi interés), aunque realicé modificaciones en la selección léxica y sintáctica, porque odio las repeticiones innecesarias. Por suerte esta vez sí zafé de la pregunta “¿y a qué hora te levantás un día de semana?”. Sé que querés escucharme de nuevo decir que duermo hasta el mediodía para resongar porque vos tenés como doscientos años y en tu época los jóvenes… Pero yo si quiero duermo y duermo y no me importa. Es mi cama y es mi mañana. Y ni quiero pensar cuando se me acaben las vacaciones (ya pasó más de la mitad y el tiempo se agota, maldito tiempo) y llegue ¡el fin! y de nuevo tenga que programar el despertador/celular para que me corte el sueño a las 4.45 am y así pueda viajar (yo no voy simplemente, yo viajo a) la facultad. Igual te quiero porque me gusta mucho que seas uno de los pocos que razona, como (casi) todo ingeniero, y también emanás mucha tranquilidad, punto a favor. A diferencia de tu señora, que lo lamento en el alma, pero no la quiero y me reservo el derecho. No es intencional, pero de cinco comentarios que me hace (si es que llegamos a cinco), cuatro me desagradan y no sé para qué me gasto en seguirle el tren si igual es medio sorda y no me oye, ni te oye. No oye a nadie. Y hay que repetirle. Hay que gritarle.

Gracias, tío, porque no (me) hiciste nada y eso fue un oasis en el desierto. Pero tu esposa, ¡ay, Dios! Le traje dos diarios locales para ver si había salido publicado el fallecimiento de no-me-acuerdo-quién. Y dale con que tengo que robarle el auto a mi viejo o a mi hermana y salir a manejar por ahí (?) porque ella se arrepiente de no saber manejar, ella se arrepiente, ella. Y yo sé manejar y tengo mi registro, aunque no ande ahora en auto. Y lo sabe, pero le gusta decírmelo igual. Y que no hablen pavadas con eso de que mis tíos y primos no tenían mi celular porque yo soy más tímido que mi hermana, así dijo mi tía. ¿Y por qué yo sí tengo el celular de ellos? Porque las cosas se piden si realmente se las quiere. Excusas, quizás. Porque si me querían saludar, igual podían llamar al teléfono de mi casa (después de todo, ¡allí vivo!, ¡aquí, en mi calabozo!) o al teléfono de mi hermana, y ahí me encontraban (¡lo saben!). Pero bueno, desde la playa un “feliz cumple no tengo el número” al celular de mi tía (“¡mirá lo que te puso Juan!” me dijo y me hizo leer) lo arregla todo, aunque no tenga ni siquiera una coma. Igual ya está, cuando me pidió mi tía que le arreglara la hora de su teléfono (estaba adelantado, tuve que retrocederlo, retroceder todo, volver atrás y hacer más larga la noche), cuando me pidió que le cambiara la hora, también le agendé mi número (y también se lo di a mi tío antes de irse). Ahí lo tienen.

Y se fueron, ¡el fin!, todos juntos, y empezamos a hacer orden y a traer cosas a la cocina para lavar y los manteles y las sillas y a guardar todo lo que sobraba (comida para todos por un mes, más o menos). Y ahí mismo yo quería estallar porque ya se había acabado, ¡el fin!, y todo había vuelto a la normalidad, pero yo me sentía lleno de cosas como si Virginia Woolf me estuviera narrando a mí mismo (como si yo respondiera a su voluntad) y tuviera que ir de la cocina al living a decirle a nadie “fear no more the heat of the sun”, justo después de celebrar una fiesta, pero sin flores y con veintiún años (y sí, lo admito, me paré frente a una ventana a contemplar el cielo de noche, y no, no era Londres, and the leaden circles didn’t dissolve in the air). Y entonces mi papá tira sin querer un platito de cristal al suelo y se rompe y tardé un poco en convencerme de que no había sido yo el que había caído y se había roto en minúsculos pedacitos. Para qué, me pregunto ahora, si mientras secaba lo que mi mamá lavaba, quebré sin querer el borde de una copa. Inutilizable ahora, aunque el daño fue menor (el de la copa). Y así son las cosas, pensé, en la ficción.

Y el pantalón me queda chico (¡el horror!), y el cinturón me queda grande (¡la incoherencia!), y el reloj... Y mi mamá me dijo que me iban a regalar muchas remeras (omitió un detalle: invisibles).

Pero ya pasó y no todo fue negativo hoy, porque recibí ochenta y cinco saludos en el facebook (y sí conozco a los ochenta y cinco, no son gente equis), tres mensajitos de texto y cuatro llamadas por teléfono (¡gracias, gracias, gracias!). Hubo gente que no asomó cabeza, pero entiendo que son vacaciones y uno se pierde en el calendario como una vez hizo Esperanto y es lógico, es lógico, no los culpo. Por eso aprecio doblemente (y en algunos casos, los más sinceros, triplemente) a los que se acordaron (o les avisaron, no importa) y me saludaron, es decir, decidieron usar unos segundos o varios minutos de su vida conmigo, usarlos conmigo, hoy, y lo atesoro muchísimo. Y ahora —2.45 am, cuando termina (¡el fin!) la canción 20 de enero de La oreja de Van Gogh— voy a poner pausa a mi cerebro, ¡el fin!, y me voy a ir a dormir (¡y no me voy a levantar hasta el mediodía, señor ingeniero!). Lo bueno es que el mal humor se va (se seca la enredadera porque sale el sol con fuerza; la primavera tormentosa muere, quema el verano) y pesan muchísimo las cosas lindas del día (¡cómo se invierte la balanza!), porque hoy terminé de leer un libro excelente (y lo puse en la biblioteca, justo ahí, en ese lugar, donde sentí que tenía que ir) y también mejoré con el piano y empieza a sonar de mis dedos Comptine d’un autre été (aunque está difícil). Estas cosas lindas (me) pesan muchísimo, porque en definitiva hoy fue un día hermoso (maravilloso, con solcito fresco de verano), hoy fue cuando me saqué las mejores fotos con mi mamá, que tanto la quiero, en el fondo de casa, las mejores fotos y ella me hizo una torta fenomenal y no me importa nada más y sé que soy feliz, pero cada tanto necesito descargarme y entonces escribo (siete párrafos, siete), amo escribir, y después sí, soy feliz. Desconexión programada en 3, 2, 1.

(2010)






24 de diciembre de 2009

▪ Merry Whatever!



¡Felicidades! Llegó el día la noche. Esta vez con otra pérdida. Aunque no tan perpetua, espero. Igual reconozco que no me gusta así. Prefiero como antes. Todos juntos. Esta vez, uno menos. O dos; pero espero que cierta personita no me falle. De lo contrario, el horror.


FIN DE AÑO EN PLURAL


Hoy nuestro personaje se siente raro, porque llegan las fiestas y con ellas, la desunión. Eso pasa cuando la familia deja de ser eso y pasa a ser las familias. Nuestro personaje se ríe y piensa “lo que me faltaba, sentirme raro por culpa de dos letras ‘s’ que encima se invitaron solas”. O como dirían los que saben, por culpa de la pluralidad de un sintagma nominal. Se supone que las fiestas de fin de año tienen que traer unión, paz, felicidad; pero ahora habrá algunos por acá y otros por allá, con las nuevas prolongaciones familiares que se formaron, como las ramitas de un árbol recién crecidas que todavía no se sabe si se las terminará podando o no. En el fondo no es nada grave. No hay peleas ni enfrentamientos ni descontentos ni rupturas internas, como lo quieran llamar. Es sólo una ausencia temporal (esta vez). Lo feo es que, dadas las circunstancias, nuestro personaje descubre realmente cuán solo está. Y no me refiero a la soledad del silencio ni a la ausencia de gente en general. Porque igual habrá otros a su alrededor, por supuesto. Nuestro personaje está solo porque no se conecta justo con esas personas. Ojo, no es del todo su culpa. ¿Cómo va a conectarse realmente con gente que sólo ve una o dos veces al año, a través de máscaras y regalos? Sería algo así como un caso de misantropía espiritual testaruda y selectiva. En fin, como siempre estaban ellos, además de esas personas, no había problema. Ahora, en cambio, teme que la noche se haga interminable, incómoda e insípida. La noticia llegó así: “tu hermano va a pasar la navidad en lo de su novia”. Y ahí fue cuando nuestro personaje sintió frío en pleno verano. Lo sintió irse por allá, con esa nueva prolongación familiar. Lo sintió alejarse y dejarlo solo, en el medio de una fiesta, entre tanta gente con la que no se conecta y con una copa solitaria en la mano esperando el brindis y el fin de la calamidad.

Ojalá que nuestro personaje no exista, porque estoy seguro de que, al ver su copa a las doce, lo invadirían unas ganas agobiantes de ser una de esas burbujitas inocentes que suben y llegan a la superficie y desaparecen y ya no son más que pasado y nadie se da cuenta.






Edición (muy necesaria) pos-nochebuena:

Cambio ra-di-cal. Podrán llamarme bipolar, ciclotímico o como quieran, pero no conforme con lo anteriormente escrito, en este mismo momento, horas más tarde (ya habiendo brindado y feliz navidad y jojojo y cuántos regalos y cosas dulces y mañana empezamos el régimen y cuánto falta para las doce y miren allá esos fuegos artificiales y qué susto esa explosión y ¡allá vi el trineo, Tomi! y mamá, quiero upa), justo ahora, antes de que la mi noche acabe y me hunda en mi cama, quiero cambiar la historia o al menos continuarla un poquito más. Propongo que nuestro personaje se sienta raro, sí, pero por el motivo contrario. Que poco a poco la noche sea sorpresivamente genial y le demuestre todo lo opuesto a sus expectativas. Todo, todo, todo. Como que la pérdida en cuestión no lo afecte tanto por estar sentado precisamente justo entre dos personas con las que se conecta, las dos personas más importantes de su vida (no, no le falló esa personita). Que la lluvia amenazadora huya despavorida y sin dejar ningún rastro. Que hasta su regalo de navidad le genere empatía (lo cual no es común) por la frase que tiene escrita, a saber: “El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sinsabores. Mi alma pendulaba a la deriba hasta el momento crucial en que me llegaba la decisión al alma, y entonces, avanzaba hacia ella cuelaquiera fuesen las consecuencias”. Lástima el error de ortografía y el de tipeo, lo sabe. En fin, propongo una noche tan fantástica como inesperada para nuestro personaje. Y me reservo el resto de los motivos, que fueron tantos que ni los puedo contar. Como esa torta de frutillas que ahora descansa majestuosa en la heladera (totalmente inesperada) o esos mensajitos tan lindos que reconfortan el alma (tampoco esperados), entre tantos otros. Fueron la perfección misma sintetizada en una noche. Todo marchó impecable, de comienzo a fin. Absolutamente todo, hasta el más pequeño detalle. ¡Ni que hubiera tomado un traguito de la poción Felix Felicis! Una noche tan genial
que nuestro personaje termina mirando el cielo despejado y diciéndole a las estrellas: “Gracias, soy feliz”.