De esta forma surgieron ante mí en esta noche hermosa y delicada muchas imágenes de mi vida, llevada tanto tiempo de una manera pobre y vacua y sin recuerdos. Ahora, mágicamente alumbrado por Eros, se destacó profundo y rico el manantial de las antiguas imágenes, y en algunos momentos se me paraba el corazón de arrobamiento y de tristeza, al pensar qué abundante había sido la galería de mi vida, cuán llena de altos astros y constelaciones había estado el alma del pobre lobo estepario.
(…)
Estas imágenes —eran cientos, con y sin nombres— surgieron todas otra vez; subían jóvenes y nuevas del pozo de esta noche de amor, y volví a darme cuenta de lo que en mi miseria hacía tiempo había olvidado, que ellas constituían la propiedad y el valor de mi existencia, que seguían viviendo indestructibles, sucesos eternizados como estrellas que había olvidado y, que sin embargo, no podía destruir, cuya serie era la leyenda de mi vida y cuyo brillo astral era el valor indestructible de mi ser. Mi vida había sido penosa, errabunda y desventurada; conducía a negación y a renunciamiento; había sido amarga por la sal del destino de todo lo humano, pero había sido rica, altiva y señorial, hasta en la miseria de mi vida regia. Y aunque el poquito de camino hasta el fin la desfigurase por entero de un modo tan lamentable, la levadura de esta vida era noble, tenía clase y dignidad, no era cuestión de centavos, era cuestión de mundos siderales.
El lobo estepario, Hermann Hesse
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