EL PODER DE ALTERACIÓN DE LA LLUVIA
Cuando uno viaja en colectivo en Buenos Aires durante una tormenta, todo cambia. Un simple viaje rutinario se vuelve una odisea. Empecemos por el tránsito. Cuando llueve, la humedad hace que los vehículos se tripliquen y entonces hay más autos, más colectivos, más agua en las calles, más lentitud, más impaciencia, más maquillajes corridos, más llamadas por teléfono, más llegadas tardes, más luces rojas de freno y más valisas amarillas que resaltan en la noche. Y al haber más gotas en el gigantezco parabrisas del colectivo, las luces se reflejan más y se fraccionan en las pequeñas partículas de agua y se prenden y apagan como chispas que iluminan todo desde cada gota que cubre el vidrio, atrapadas, multiplicadas, como prismas o caleidoscopios, como si una luz de un auto estuviera simultáneamente en todas las gotas, microscópica, diminuta, pero en todas y cada una de las gotas, y lo mismo con todas las otras luces de todos los otros autos, y uno quisiera poder registrar eso de alguna forma, esa superpoblación lumínica dentro de cada gotita, ese amarillo intermitente y ese rojo que pide a gritos que te detengas, pero toda descripción textual o fotográfica lo arruina y no son más que intentos fallidos, fracasados, y entonces esa fabulosa invasión artística de luces que te rodea solo queda en la memoria y se vuelve un simple recuerdo lluvioso de luces en un colectivo.
La lluvia tiene la culpa de todo y hace que todo cambie en un colectivo. Sigamos por los pasajeros. Ahí adelante hay una chica que quiere llorar. Lo sé, me lo dicen sus ojos y su mirada perdida por la ventana empañada. Está triste. Tiene el alma gris. Y si bien no parece ser solamente a causa de la lluvia, el clima la afecta, es fácil darse cuenta. Al lado de ella, quién lo hubiera dicho, doña Pocha, que no deja de rechinflarse con cachetes aflijidos y respiraciones cansadas de lluvia. No quiere apoyar sus bolsas en el suelo (siempre lleva bolsas a todas partes) porque, claro, el agua se cuela, la lluvia entra y chorrea y el suelo resbala y se le van a mojar las cosas que compró para su hija Noelia. Porque al entrar el agua por las puertas, las ventanas y las goteras del techo, se van formando pequeños ríos que se bifurcan y triplican y se desparraman por el suelo, como cuando baldea la vereda. Algunos los esquivan, otros los pisan y se van formando dibujos raros contorneados por el agua. Yo ahí veo un rostro, por ejemplo, con los dos ojos (el izquierdo es más grande que el derecho) y esa mancha de tierra es la nariz. Y ahí tiene una mueca, una barba debajo y ese espacio seco arriba es el pelo. Y más allá hay una especie de gato fusionado con dragón chino, escupiendo fuego de agua por la boca. También veo medio rostro allá, que parece oculto entre tinieblas, y algún que otro fantasma. Pero volvamos a los pasajeros. Al lado mío, este señor de traje no deja de mirar el reloj una y otra vez. Porque el colectivo avanza lentamente y se triplican los autos, la lentitud y por ende las miradas reiteradas a los relojes, claro. Todo se ralentiza, menos el ritmo constante de las manecillas dictado por Cronos. Esa chica más allá se aferra a su cartera mientras escucha música. Tiene cara de preocupada, pero no sé qué estará pensando. Aquel hombre duerme y el chico que está sentado a su lado me mira con curiosidad mientras escribo porque, claro, yo los miro a todos y todos me miran a mí, ese loco que garabatea en su libreta.
El colectivo frena, se abren las puertas y de repente se triplican las personas con sus celulares, paraguas y ropa mojada. Nadie baja, todos suben. También se triplican las arrugas en los rostros, el cansancio, los bostezos, los zapatos mojados, las manos que dibujan o escriben en las ventanas húmedas, la inspiración, el arte en su expresión más ínfima. Y ahora otro rayo, otro relámpago que juega a encontrar cosas ocultas en medio de la oscuridad, porque ya no estamos en la ciudad llena de luces, sino que nos vamos alejando por una autopista. El rayo ilumina todo por un instante y uno juega a ver cuántas cosas puede retener en esa milésima de segundo de luz, en ese flash de fotografía tomada por la naturaleza. Y con el relámpago veo un cerco, unos árboles a lo lejos, un poste de luz y las formas de las nubes en el cielo. No llego a ver ese caballo ni ese cartel publicitario, que quizás otros hayan visto. El ojo nunca capta todo. Hay cosas que no vemos, aunque estén iluminadas. Y después, el trueno. Esa nena le tiene miedo a las tormentas porque se asustó con el trueno, pese a que el papá la abraza y le dice que ya falta poco para llegar a casa, aunque ella sabe que es mentira porque hacen ese mismo viaje todos los días y sabe que el camino es largo y recién empieza. Es mentira, piensa, mientras cierra fuertemente los ojos por miedo a ver otro relámpago. Mi papá me miente.
Creo que a esta altura ya quedó claro el poder de alteración de la lluvia. Cuando uno viaja en colectivo y afuera se desata la furia de Zeus, todo se triplica: las mentiras, los temores, los rostros apagados, el viento, los rayos, los cortes de luz y de ruta, los accidentes, los árboles caídos y los techos volados. Nada permanece estático. Todo se intensifica. Las palabras sobre mi libreta también se triplican, pero ya es hora de que deje de escribir y me ponga a leer un poco. Sí, eso voy a hacer, voy a abrir un libro y triplicar las palabras que leo y más tarde voy a escuchar música y triplicar las canciones que escucho. Y cuando finalmente todo se haya triplicado, incluido el tiempo del trayecto, entonces sabré que he llegado a destino, que ha terminado el viaje, las cosas empezarán a restarse y a dividirse hasta retomar la dimensión original, la luna empezará a asomarse entre algunas nubes, me quedará un vago recuerdo de algunos rostros, de algunas voces, de las luces amplificadas en el parabrisas, y eso será todo: la lluvia habrá cesado.
(2012)
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